Historia fría

Aintza decidió poner fin a su vida esa gélida madrugada. Llevaba ya incontables noches durmiendo apenas unas horas. Ricardo, a su lado, dormía profundamente. Desde que él se sinceró con ella y le dijo acerca de la aventura que mantuvo con la pescadera, todo había cambiado. Sentía el frío del vacío; ese regusto metálico que se siente en la boca, se infiltra en tu garganta y baja a lo largo de toda tu tráquea hasta llegar al estómago para retorcerlo con fuerza; esa sensación de sed que uno sabe que se apacigua con agua, pero que no se marcha.
En sus insomnios buscaba el momento en que ella había dejado de tener control sobre su propia vida; entonces le vino a la mente su decimotercer cumpleaños. Su madre le organizó una multitudinaria fiesta de aniversario con payasos, globos de colores por toda la casa, serpentinas, juegos... A la fiesta asistió Dídac, el hijo mayor de la casa vecina, en presencia del cual, Aintza, se ponía nerviosa. En el pastel de frutos rojos se leía en chocolate: “A mi pequeña Aintza, en su decimotercer cumpleaños. Amor, Mamá”. Estirada en su cama, con los ojos abiertos fijados en el techo blanco, la recordaba vivamente llegar sonriente, con su ceñido vestido rojo y sus finos labios a juego, sus delicados pasos sobre altos tacones negros, la bajada de la araña de la sala central, y las velas iluminándole sus ojos verdes emocionados mientras cantaba el horrible “Cumpleaños feliz” a coro con los demás, que también se mostraban ridículos en medio de todo ese circo. Aintza se sintió tan avergonzada que salió corriendo y, desde ese día, sólo había deseado una cosa: Crecer, y había corrido tanto que se encontraba ahora agotada, con 32 años, y sin saber quién era ella en realidad.
Veía toda su vida actual como si ella fuera un personaje que protagonizaba —mejor dicho, actuaba— en una película. Estudió derecho porque así lo deseó su padre, un padre que apenas aparecía en casa más que para dar órdenes y traer inútiles regalos de sus infinitos viajes. Luego estaba su relación con Ricardo, también fruto de las circunstancias, la educación, y el círculo social. Con él vivía desde hacía tres años, aún preguntándose qué era el amor, ese amor que soñaba sentir desde niña y que quería descubrir. Apartó las sábanas de franela blancas y, descalza, fue al lavabo contiguo al dormitorio. Abrió la puerta del armario con cristal que había sobre el lavamanos de mármol y del estante de arriba, cogió las tijeras, la cuchilla y la maquinilla de Ricardo. Salió con el raso negro indicando sus movimientos hacia el pasillo, bajó por la escalera de caracol hasta el segundo piso con todos los bártulos presionados en sus manos y las lágrimas desgarradas circulando por su piel.

Se colocó frente al espejo del cuarto de baño de invitados. Se observó fijamente durante unos minutos y volvió a ver, en sus rasgados ojos negros, la fuerza. Cogió las tijeras y un mechón de su largo pelo ceniza y lo cortó. Y así, uno tras otro, los restos de pelo iban quedando sobre la cerámica índigo. Cuando tuvo su larga cabellera lo suficientemente corta, se pasó la maquinilla de Ricardo, colocada en el número dos. Se dio una larga y exfoliante ducha y se depiló. Después, se dirigió al vestidor donde se puso un jean y un jersey de lana negra; cogió su pequeña maleta roja de piel de cocodrilo y la rellenó con algunas cosas. Volvió arriba. Ricardo seguía dormido. Pasó al baño y llenó su neceser. En una mochila, puso algunos blocks y pocos libros. Bajó a la cocina, dejó sus llaves y una nota sobre la barra americana. Luego, cerró la puerta tras de sí, sin mirar atrás.

Empezaban a mostrarse grisáceos amarillentos en el cielo mientras se dirigía a la estación de trenes. Caminaba meditativa. Llegó a la gran puerta roja de la estación. Había bastante movimiento a pesar de la hora temprana. En su horizonte, un montón de ventanillas donde se vendían billetes para corta y larga distancia. De las siete ventanillas destinadas a los largos recorridos, todas estaban ocupadas excepto una, hacia la cual se dirigió con paso firme.
Pidió un billete al soñoliento empleado; le indicó que no le dijera el destino, que sólo le diera un billete con el trayecto más largo que tuviera en su recorrido. El empleado la miró con asombro, pero así lo hizo.
—Vía 11 —le dijo—. Sale dentro de una hora. Qué tenga un buen viaje.
Tras darle las gracias, paseó durante un rato por la estación; algunas tiendas de objetos de regalo, revistas y libros, un estanco, un puesto de desayunos… Entró en un bar que, para ser un bar de estación, se mostraba bastante acogedor. Entró y pidió un café americano al enorme camarero. Éste, con una amplia sonrisa, se lo llevó a la mesita redonda donde ella se sentó. Sacó un cigarrillo de su bolso y disfrutó de su último desayuno en Madrid mientras observaba los paseantes a través de un gran ventanal. Pagó y salió, dirigiéndose a los andenes que se abrían bajo la escalera mecánica. Se dirigió hacia la vía 11 y se sentó en un banco. Cogió su diario y, al abrirlo, se dio cuenta de que nada cambiaría. Pensó que su vida ya estaba escrita. Cuándo se acercó el que debería ser su tren, se arrojó.






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