Pensamientos hacia Montserrat

Las piedras rugen con fuerza y se alzan hacia un cielo blanquecino y grisáceo. Mediodía de un día de primavera otoñal. El mundo sigue sumido en el tempo de las marionetas y las hormigas obreras, pienso para mis adentros mientras vamos acercándonos con la furgoneta hacia Montserrat. Para quién no es una marioneta, pueden dársele pastillas varias. Hay infinidad de ellas; un montón de drogas que apaciguan y esconden a los monstruos, los ahogan más adentro, los sumergen más hacia las profundidades de uno mismo. Suele ocurrir cuándo no saben qué hacer con alguien, cuándo no entienden su código y/o su realidad. Pasa a veces con los qué, según ellos, piensan demasiado rápido o tienen demasiadas ideas, o, o, o…
Quizá, matando el corazón y la mente de los que se salen de la norma o lo normal, el sistema sigue en pie. Pero quizá… No. Quizá esto no es más que el inicio de algo, la caída de algo. Porqué… ¿qué ocurrirá si cada vez más enfermamos? (Lo cuál, dentro de una sociedad enferma, cada vez más enferma, es una posibilidad harto probable). Qué pasará si, de repente, ¿cada vez menos podemos trabajar? Si, el menos, ¿va convirtiéndose en la mayoría? ¿Qué pasará entonces con el sistema capitalista, que tanto necesita de las marionetas y las obreras? ¿Qué ocurrirá si la gente ya no puede estar por más tiempo desconectada de su alma y sólo puede hacer lo que ha venido a hacer, y elige dejar de prostituirse? ¿Caerá el sistema?
Sin embargo, ¿cómo llevar todo esto? ¿Cómo seguir fuerte y confiar, a pesar de “la etiqueta”? ¿Cómo lograr que no destrocen a un ser humano, que no le quiten su poder?
El verde bosque reviste las piedras. Las piedras parecen tener vida propia. Veo magos, brujos, reyes y doncellas. Puedo imaginar conversaciones entre ellas y crear toda una vida tras ese abrupto paisaje. Aquí no hay lugar para los jazmines ni las rosas; sólo sencillas y duras florecillas silvestres… “Parecen tan delicadas, sin embargo”. Imagino infinitos insectos luchar por su supervivencia, entendiendo y aprendiendo con las leyes de la naturaleza, con sus ciclos. El bosque está poblado. El verde muestra una gran secuencia en la paleta. “¿Cuántos animales habrán ahí, en esa pequeña porción? ¿Cómo lograr que no destrocen a un ser humano válido? ¿Cómo conseguir que se reinterpreten algunos funcionamientos?”
Aquí hay poder digo al conductor de la furgoneta.
Vamos subiendo entre pronunciadas curvas, observo el precipicio; desafiante se me muestra desde mi lugar de copiloto, mas, esta vez, no siento el vértigo. Algo en mis oídos causado por la presión, no más. Huelo lo auténtico, lo que todavía no ha estado contaminado. Estoy fuera, pero aquí, siento algo más de tranquilidad. Leo en voz alta Carta de México, de Tristan Corbiere y, Mi bohemia, de A. Rimbaud. Acerca del primero, reflexionamos sobre la muerte. No lloréis. En el mundo morimos como moscas. Respecto al segundo, me horroriza la traducción.
Mira el paisaje me dice.
Cierro el libro. Verdes, rocas, azules y grisáceos. “¿Cómo se llaman esas pequeñas flores amarillas?”.
Ya se ve desde hace un rato la gran punta, fálica y potente, que parece querer alcanzar el cielo. Ahí está nuestro destino.
El silencio nos acompaña. En mi mente, aún no existe. Aún subida a ese trineo que baja a toda velocidad. Todavía temblando por las turbulencias. Todo sigue yendo a una velocidad que apenas puedo controlar. El miedo sigue vomitando. “Poco a poco”.
Hemos llegado a Montserrat y encontramos un parking por el que tendremos que pagar después cinco euros por estar apenas 33 minutos.
El lugar de reposo está contaminado por gente, demasiada gente. Y pienso que me sentí mejor durante el trayecto. Los escolares se mueven en grupo. Sus profesores les guían. Las niñas cantan en coro vestidas de un violeta espiritual. Aquí, al menos, no veo garras ni colmillos salientes y, aunque preferiría algo más de intimidad, esto es más soportable que todas las hormigas, marionetas, animales condenados y corruptos y seres que intentan sobrevivir, aún con su alma, que tantas veces llora, en la ciudad.
En principio, los retiros, están reservados para religiosos o estudiantes de teología. Sin embargo, en Lérida, hay una casa en la que quizá… puedo darte los datos. Y así, el secretario de la Orden me imprime un papel blanco con los números de teléfono y personas de contacto.
Camino del pasillo de las velas para descubrir que, la cera que caía como todavía derramándose, petrificada en colores, casi dejó de existir. “Alguien la habrá limpiado”. “¡Qué lástima!”
Vuelvo a ponerme nerviosa. Los grupos, la gente. “¿Cómo hacer un retiro aquí; esto casi parece una feria?”
A lo que iba, a las etiquetas, a las drogas asociadas, a las muchas vidas que supongo que habrán destrozado con diagnósticos, a las que no, a las que habrán matado en vida con drogas que los anestesian e insensibilizan, a las que no, a que estamos en el año 2010 y la sociedad sigue envenenándose por la conquista del poder y el interés en pos de la ternura y la humanidad y que, hasta que el sistema capitalista no se caiga, no sé como esto podría cambiar. Pensar en otro sistema… pienso en otras posibilidades… Todo se me antoja tan complicado, tan grande… “De la totalidad, al detalle”
¿Por qué siento de repente este gran peso encima de mí? Siento un latigazo en los riñones, y otro, y otro. Una serpiente me golpea con la fuerza de un vergajo. Casi pierdo el equilibrio. Vuelve el mareo.
¿Tengo fe en nosotros, la humanidad? ¿Lo lograremos? Pienso en la revolución del 68 y vuelvo a sentir el vértigo y la náusea. Tengo fe en que, desde la consciencia individual, podremos llegar a la consciencia colectiva y cambiar al mundo. Aún creo. Ya crecí, pero aún creo y, no, no me doy por vencida. Aportaré mi granito de arena desde donde pueda. Es lo único que puedo hacer, lo único que podemos hacer, lo único que hace que siga viviendo y soportando esta asquerosa náusea.

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