Laberinto mental

Cruda e insistente continúo deambulando por este laberinto. Acabo de escapar de Nod*, todavía temblando por la sombra y sus aterradores habitantes. Las imágenes de colmillos afilados, garras delgadas y ojos ensangrentados revolotean sin descanso en mi mente. Me siento perdida, despojada, varada en un limbo oscuro.

El pasillo que se extiende frente a mí es estrecho, con recovecos infinitos. Oigo a lo lejos una gotera constante. Su goteo acompasado se funde con mi respiración agitada. Mi corazón late con tal fuerza que amenaza con romper mi pecho diminuto. El aire se me escapa, los jadeos me asfixian y el sudor cubre mi piel como una segunda capa. Restos de lágrimas se aferran a mi rostro como cicatrices vivas.

Observo mis pitillos negros, desgastados y rotos, apenas sujetos por tirantes que ya no sostienen mi cuerpo. Las paredes, de un azul Prusia casi negro, rezuman una frialdad que me cala hasta los huesos. La humedad y la soledad se mezclan en este ambiente lúgubre.

− ¿Hacia dónde seguir?

Giro sobre mí misma, dando vueltas desesperadas, consciente de que estoy perdida. Pero también sé que, al igual que la moneda, luz y sombra son dos caras de una misma verdad. Mi cabeza late con un dolor abrumador, como si cientos de martillos la golpearan al unísono, apretada por vendas invisibles. Llevo mis manos a las sienes, intentando calmar la presión. Mi cabello largo y ceniza está empapado aún, y desde mis entrañas surge un grito desgarrador: “¿Hacia dónde?”

Las puertas se alzan interminables a mi alrededor… ¿Habrá alguna pista?

Sigo caminando, ya sin correr, pero con pasos agitados. Aún empapada en sudor, mi piel fina y pálida siente cada gota de desesperación. Sin embargo, algo en mí se alienta, como si hubiese dejado atrás la sombra. O al menos, una de tantas.

“Hacia el agua”.

Mis pasos se dirigen al sonido de la gotera. Una puerta llama mi atención. Es extraña, adornada con formas doradas que parecen retorcidas. Una cara emerge de la mirilla y me habla con voz solemne. Ignoro sus palabras. En cambio, la puerta de enfrente, de una madera sencilla y cálida, se abre sin resistencia. Avanzo hacia ella, dejando atrás la arrogancia de la otra voz.

Reconozco este lugar. Es el refugio que creé cuando era niña. Un mundo donde la realidad desaparecía. Los árboles se alzan altos, proyectando sombras acogedoras sobre la tierra; las flores, infinitas, esparcen un perfume dulce y envolvente. El cielo es de un azul claro y puro, iluminando a hadas y elfos que danzan entre la magia. Luciérnagas y mariposas vuelan juguetonas, llenando el aire de vida. Cerca del lago, las hadas han preparado una balsa, adornada con hojas y flores blancas. Vienen a mí. Me abrazan.

Las luciérnagas revolotean a mi alrededor, susurrando secretos en mis oídos. Ariel toca una melodía suave en su flautín, sentado sobre una hoja de parra. Me desvisto lentamente con la ayuda de las hadas, que luego me sumergen en un baño perfumado de lavanda. Al salir, me visten con gasas blancas, girando a mi alrededor mientras crean un vestido etéreo. Mariposas adornan mi cabello y mis manos con flores delicadas.

Descalza, camino hacia la balsa. Los seres mágicos me acompañan, y en sus abrazos, siento la paz. Agradezco desde lo más profundo de mis ojos puros, y finalmente, me dejo llevar sobre la balsa. Deslizo hacia el descanso eterno, hacia un fin que no es final, sino un nuevo principio en el infinito.


Nod: un lugar místico que alberga a los seres de la niebla, una grieta entre los mundos. Esta evocadora referencia surge de “Mujeres que corren con los lobos”, de Clarissa Pinkola Estés.

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