Acerca de la lluvia

El vapor de agua suspendido en las nubes se condensa. Entre esféricas y achatadas, las gotas descienden a una velocidad imparable, surcando el aire con una fuerza más allá de la gravedad. Ha pasado más de un día y medio desde que comenzó este desfile incesante de agua.

La lluvia, seductora y voraz, no es una simple virga ni una ligera llovizna. Alterna entre lo moderado y lo implacable, entre suaves chubascos y aguaceros que golpean la tierra con una furia contenida.

Es la lluvia, dictada por las leyes invisibles de la presión atmosférica, la temperatura y la radiación solar, que une el cielo con la tierra en un acto de reconciliación. Es el agua caída en forma de gotas, cada una de ellas como una pequeña daga, perforando el suelo. Al llegar, reposan, esperando su turno para sostener a las que están por venir, sin tregua, sin aviso. Estas gotas se diseminan de manera caótica y a la vez organizada, fluyendo por cauces de ríos, sumergiéndose en océanos, escondiéndose en pozos subterráneos, o alimentando a las raíces sedientas de las plantas.

Sobre el asfalto, las gotas crean pequeños espejos efímeros, lagos circulares donde el mundo se refleja en colores líquidos. Dentro de estas charcas, parece haber una vida propia, un movimiento silencioso que susurra secretos a quien quiera escucharlos.

Y en medio de esta danza acuática, surge el amargo eco de la lluvia ácida… Discúlpanos, Tierra. Perdón por las vidas que arrancamos de tus entrañas con nuestras acciones, por la herida que no deja de sangrar.

Salgo al jardín. Sin paraguas, sin sombrero.

Quiero que la lluvia me posea. Que su agua se deslice por mi piel, me inunde, me atraviese hasta llegar a mis huesos. Y mientras me calo por completo, surge un grito. Un grito desde lo más profundo de mi ser, un grito que resuena con la tormenta.

Grito porque esta misma lluvia, que da vida, también puede arrebatarla en un susurro, en un instante, sin que el mundo se dé cuenta. Grito desde mis entrañas que la lluvia puede producir muerte espontánea.

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