Danae y la rata

La rata le comería la boca, vaticinó Didac. Aunque ya hacía unas horas que había amanecido, Danae seguía arriba, estirada en su cama, absorta, con la lámpara encendida y sus profundos ojos negros clavados en el techo, donde circulaban los delfines. Era una mañana soleada de finales de octubre, sábado, con lo cual, la niña, que contaba ya con siete años, y su hermano Didac, dos años mayor, estaban solos en la casa que la familia había alquilado recientemente a las afueras de la ciudad. Sofía, la madre de los niños, una mujer atractiva y con talento para las finanzas, trabajaba mucho para sacar sola a sus hijos adelante. El papá nunca existió, los concibió mediante inseminación artificial, algo muy corriente de esta era en las mujeres que son independientes.
Los pájaros se oían fuertes y cercanos en toda la casa, siendo el único sonido que podía escucharse en ese imperioso y desacostumbrado silencio. Vivían en una casa domótica, con máquinas que se encargaban de hacer casi todo el trabajo de manera estrictamente programada. Los robots pasaron a ser los ayudantes y juguetes de las familias que poseían cierto nivel adquisitivo, como era el caso de los Bernat. Rabot era la mascota de los niños; un robot que era una rata, de mediana estatura, gris, unos ojos verdes redondos, algo maquiavélicos, y una boca completamente dentada.
El teléfono empezó a moverse en el piso de arriba buscando a alguien que le atendiera, pero fue inútil, así que contestó por sí mismo.
-Buenos días, residencia de los Bertrán. ¿Con quién desea hablar?
-Teléfono, soy Sofía. ¿Puedes pasarme con los chicos?
-Hola Sofía. Fui a la habitación de Didac, pero no estaba allí; le llamé pero no contesta. Danae está en su habitación, echada en la cama, tampoco me atendió.
-Teléfono, vuelve a la habitación de Danae y dile que te atienda, que habla mamá.
-De acuerdo.
El teléfono color marfil volvió a dirigirse con sus ruedas por el largo pasillo hasta la habitación infantil, propia de una princesa de cuento.
-Danae, es tu mamá, desea hablar contigo.
Pero el cuerpo menudo y frágil de la niña seguía inmóvil, estático y enmudecido.
-Sofía, no me atiende.
-Teléfono, ¿está dormida?
-No, tiene los ojos abiertos.
-Bien, dime qué ves -dijo Sofía, que empezaba a inquietarse.
-Danae está estirada en su cama boca arriba con las sábanas revueltas. La lámpara de luz está encendida todavía...
“Qué raro, por qué no se habrá apagado ya la lámpara”, se preguntó Sofía, intuyendo que algo no marchaba bien.
-Teléfono, ¿ves algo fuera de lugar en la habitación? ¿Algo anormal en Danae?
El teléfono recorrió la habitación con sus luces rojas parpadeando.
-Sofía, Didac está detrás del biombo echado en el suelo. Tiene los ojos cerrados, parece inconsciente. La mascota de los niños está a su lado.
-Bien, pásame con Rabot -dictó Sofía preocupada.
-No va a poder ser, señora. Tiene la cabeza fuera de su cuerpo, no creo que pueda hablar. En cuánto a Danae, un líquido rojo sale de su boca y cae hasta su cuello.
Sofía colgó inmediatamente el teléfono. Salió a toda prisa de su oficina. Bajó las escaleras de tres en tres. Se metió en su potente coche y arrancó. La circulación estaba densa pero era una hábil conductora y llegó a su casa en menos de quince minutos.
Dejó el coche fuera con las llaves puestas y corrió hasta la puerta que no se abría con el sensor. Buscó las llaves en su bolso, abrió y subió sofocada a toda prisa las escaleras. Llegó hasta Danae, la tocó, le habló, y entonces, ambos chicos se levantaron disparando en carcajadas, saltos y gritos, abrazando a la madre.
-¿Pero, qué significa esto? -exclamó Sofía desconcertada.
-Era un plan, mamá -anunció Danae agitada y feliz.
-Para que vinieras a pasar este bonito sábado con nosotros -prosiguió Didac-, simulamos que la rata, le mordió la boca.

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