Danae y la rata

La rata le comería la boca, vaticinó Dante. Aunque ya hacía unas horas que había amanecido, Danae seguía inmóvil en su cama, absorta, con la lámpara encendida y sus oscuros ojos fijos en el techo, donde unos delfines holográficos giraban en perfecta sincronía. Era una soleada mañana de finales de octubre, sábado, y la niña, que ya tenía siete años, estaba sola en casa con su hermano Dante, dos años mayor. La familia se había mudado recientemente a una casa completamente automatizada a las afueras de la ciudad. Sofía, su madre, era una mujer independiente y exitosa en el mundo de las finanzas, que sacaba adelante a sus hijos sola y los había concebido mediante inseminación artificial, algo cada vez más común entre mujeres que, como ella, habían optado por construir una vida según sus propios términos.

Los únicos sonidos en la casa eran los trinos de los pájaros en el jardín, que resonaban en el imperioso y desacostumbrado silencio de la mañana. En esa vivienda domótica, cada actividad estaba programada con precisión. La casa, denominada “Violeta 2.0”, era el último grito en tecnología: un sistema centralizado regulaba desde el clima hasta la seguridad. Las persianas subían y bajaban de acuerdo con la cantidad de luz exterior; los sistemas de ventilación ajustaban el aire para mantener siempre la temperatura perfecta; y la iluminación se adaptaba a la hora del día, cambiando de cálidos tonos naranjas a un blanco frío. Incluso los altavoces, escondidos en las paredes, emitían sonidos naturales cada cierto tiempo para promover la relajación. La casa parecía un ente vivo, organizado y omnipresente.

Rabot, la mascota de los niños, era también un producto de esa tecnología: un robot con forma de rata, de mediana estatura, gris, con unos ojos verdes, redondos y un tanto inquietantes, y una boca llena de dientes afilados. Al igual que otros dispositivos, Rabot estaba programado para responder a órdenes, y su chip de inteligencia artificial le permitía adaptarse a los estados de ánimo de los niños, emitiendo suaves zumbidos cuando se aproximaba para interactuar con ellos.

En el piso de arriba, el teléfono móvil comenzó a vibrar y rodar suavemente por la mesita de noche. Era un aparato de aspecto antiguo, de color rojo brillante, que Sofía había comprado por nostalgia, aunque su tecnología era puntera y su software se actualizaba de forma automática. Sin respuesta, el teléfono contestó por sí mismo.

—Buenos días, residencia de los Valera. ¿Con quién desea hablar?
—Teléfono, soy Sofía. ¿Puedes pasarme con los chicos?
—Hola, Sofía. He revisado la habitación de Dante, pero no está allí; lo llamé y no responde. Danae está en su cuarto, tumbada en la cama, pero tampoco me atendió.
—Teléfono, vuelve a la habitación de Danae y dile que es mamá, que quiere hablar con ella —ordenó Sofía, con una leve inquietud en su voz.
—De acuerdo.

El teléfono rojo recorrió el largo pasillo hasta llegar al cuarto de Danae, decorado como una suite de cuento, con un biombo de colores y juguetes electrónicos. Se detuvo junto a la cama de la niña.

—Danae, es tu mamá, quiere hablar contigo.

La figura menuda de la niña permaneció inmóvil, con los ojos abiertos y una expresión ausente, como en trance.

—Sofía, no me atiende —informó el teléfono.
—¿Está dormida? —preguntó ella, cada vez más tensa.
—No, tiene los ojos abiertos.
—Bien, dime qué ves —pidió Sofía, con una mezcla de preocupación y urgencia.

El teléfono escaneó la habitación con sus sensores, y sus luces rojas parpadearon en cada esquina del cuarto.

—Danae está en la cama, boca arriba, con las sábanas desordenadas. La lámpara sigue encendida, aunque debería haberse apagado al amanecer...
Sofía frunció el ceño, intuyendo que algo no iba bien. “¿Por qué no se apagó la lámpara automáticamente?”, pensó.

—Teléfono, ¿hay algo fuera de lugar en la habitación? ¿Algo inusual en Danae?
—Detecto la presencia de Dante, detrás del biombo, tumbado en el suelo. Tiene los ojos cerrados; parece inconsciente. Rabot, la mascota, está a su lado.

Sofía sintió que su corazón se aceleraba.

—Pásame con Rabot.
—No será posible, Sofía. Su cabeza está separada del cuerpo, y su sistema parece inactivo. En cuanto a Danae, noto un líquido rojo que le sale de la boca y se extiende hasta su cuello.

Sofía colgó sin pensarlo dos veces y salió de su oficina a toda velocidad. Bajó las escaleras de tres en tres y arrancó su coche, casi sin mirar. El tráfico estaba denso, pero Sofía, hábil conductora, maniobró sin titubeos y recorrió la distancia en menos de quince minutos.

Al llegar, estacionó el coche afuera, dejándolo con las llaves puestas. Corrió hacia la puerta, que por algún motivo no reaccionó al sensor. Después de revolver en su bolso, encontró las llaves, entró y subió las escaleras casi sin aliento. Al llegar a la habitación de Danae, vio a su hija tendida en la cama, con una expresión inexpresiva y ojos vidriosos. Se acercó, le tocó el hombro y murmuró su nombre, con una mezcla de miedo y esperanza.

De pronto, los ojos de Danae se llenaron de vida. En ese instante, Dante también se incorporó de un salto desde detrás del biombo. Los dos niños estallaron en carcajadas, saltando y rodeándola en un abrazo entre risas y gritos de emoción.

—¿Pero qué significa esto? —exclamó Sofía, desconcertada, mientras intentaba recomponerse.

—Era un plan, mamá —anunció Danae, con una sonrisa radiante.
—Para que vinieras a pasar el sábado con nosotros —añadió Dante, mirándola con entusiasmo—, simulamos que la rata le mordió la boca.

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