Nada es inocuo en un universo cuyas formas evocan la garganta del alma



“Soy la Resbaladiza, la que se acuesta con los caballos en la 
aleta lacia de la luna. Soy la primorosa de los pies temblando 
por la fatalidad del oleaje, por el desliz de los niños mojados, 
por el sedante en la frente de mi Amante Pez. Soy la Duendesa 
del diente partido y tengo una niña igual a mí pero inversa.”

Lola Arias, Las impúdicas en el paraíso.

Trozos de papel y manchas de color. Nada es inocuo en un universo cuyas formas evocan la garganta del alma. Con su propio trazo, allí donde la hondura ha perdido cualquier vocabulario, cualquier atisbo de poder nombrar o controlar el fenómeno mediante las etiquetas de la mente. Haciendo del significado establecido una laceración para el corazón sensible, pensante y latiente. Tomando del color su infinita destreza para apaciguar, para sembrar cierta ternura en un mundo que cuenta su tiempo en horas, minutos y segundos. Implacablemente.
Al observarlas, estas pinturas cobran su propio movimiento y luz primordial. El abandono de las proporciones, el juego infantil de una paleta desteñida, un dripping que ama la casualidad y se entrega a ella, puesto que intuye que tan sólo desde la contingencia puede fulgurar la belleza y su sentido. 
Aquí no hay Esfuerzo, ni Voluntad, ni Yo. 
Aquí aparecemos ante en un espacio de libertad. 
Es igual si lo llamamos Hole, Day stars, Profundis o La magia desfigurada. Hay obras que tragan al mismo tiempo que seducen. Y otras que duelen a la vez que curan. A la manera en la que un niño contempla el mundo adulto como una versión atropellada del absurdo y lo superficial. Estos lienzos lloran como bebés tranquilos. No para expresar, ni para pedir ni para manifestar. Lloran para informar, amorosamente, sobre la realidad interior olvidada.

Silvina Vázquez

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