Burbujas pinchadas
La primera vez que vi a Melancton, me enamoré de él. Quizá fue por sus facciones reptilíneas, sus exóticos ojos verdes y esa mirada de loco que tenía. Era de noche. Yo andaba sola por la ciudad, buscando no sé qué. Estaba sentada en un banco, escribiendo, cuando él pasó con un abrigo largo de franela negra. Me pareció un tipo interesante, así que me levanté y decidí seguirle. Él también iba solo, como buscando algo con su mirada.
Noté que había percibido mi presencia desde el banco, y que se dio cuenta de que le seguía, pero no hizo nada, al menos al principio. Caminábamos por el Gótico, entre multitudes cargadas de cervezas y otras sustancias. Al llegar a la calle Avinyó, giró hacia la plaza del Tripi; allí me encontré con Ángel, un viejo amigo vagabundo. Al ver que me detenía, él también se paró, a escasos metros. Esto empezaba a convertirse en un juego, y eso me gustaba. Me despedí de Ángel y, al volver a mirar a Melancton, vi que ya había comenzado a caminar. Entró en un bar, y yo lo seguí.
El local estaba decorado en verde y rojo; incluso la luz era de esos colores. Se sentó en la barra. Observé cómo se quitaba la galera con elegancia al cruzar el umbral. Su cabello, de un castaño ceniza, estaba cortado con personalidad; me recordaba a Egon Schiele. Pidió una cerveza. Yo pedí otra. Nos separaban unas siete personas.
En un momento, se levantó del taburete para ir al baño. Miré mi reloj y vi que habían pasado diez minutos desde que se fue. Me pregunté qué estaría haciendo. Pasaron otros largos minutos más y seguía sin aparecer por el pasillo rojo. Empecé a preocuparme, así que salté del banquillo. La puerta blanca del baño de los chicos estaba cerrada. Golpeé, pero nadie respondió. Insistí, preguntándole si estaba bien. De repente, la puerta se abrió y lo encontré echado en el suelo, demasiado pálido, incluso para alguien de piel tan clara.
—Estoy mareado —me dijo.
Miré el minúsculo espacio y vi una aguja sobre la tapa del inodoro.
Al ver mi cara de asombro, replicó: —No es lo que parece… soy yonqui desde niño, pero por la diabetes.
Le ayudé a inyectarse siguiendo sus indicaciones, mientras pensaba en la profundidad de su voz. Cuando pudimos, salimos de aquel club. Me ofrecí a acompañarle a casa, aunque ya se sentía mejor. Caminamos por callejuelas estrechas, con bolsas de basura por el suelo y olor a orín, hasta llegar a su puerta; un edificio antiguo que no tenía ascensor. No comentamos nada sobre los cuatro pisos que debíamos subir. Él iba delante de mí, en silencio. Al llegar a su pequeño y descuidado apartamento, descubrí que era pintor. Si en ese momento me hubieran dicho que todo terminaría como acabó, nunca lo hubiera creído.
La sala que tenía destinada a su arte estaba repleta de cubos de pintura; pigmentos en rojo, índigo, prusia, blanco… telas y sábanas arrugadas por el suelo. Un enorme foco de luz con una bombilla negra me llamó la atención. Observé todo esto por la luz que entraba en la sala a través del comedor. Él, que me ofreció algo para beber, descorchaba un vino tinto. Le pregunté por esa habitación y me invitó a entrar mientras me hablaba de su trabajo; usaba pigmentos que solo se veían con luz negra.
—¿Quieres verlo?
Estuve postrada ante un óleo de fondo rosado al que enfocaba la luz, apagada de momento.
—Me gustaría —le dije, aun sin comprender del todo su pregunta.
Lo que en un principio no era más que un fondo rosado, al encender el foco y cambiar la luz a negra, se convirtió en una figura. Un esqueleto humano nació, emergiendo inesperadamente del rosado, como si este lo expulsara. Sentí una mezcla de admiración y terror. Terror que provocó el cuerpo humano sin piel, sin ojos, con pómulos extremadamente salientes.
La mayoría de los artistas anhelan más horas de luz natural; sin embargo, él pintaba en la oscuridad, viendo a través de una bombilla negra. No quería irme de allí, quería conocerle más. Descubrí que había nacido en Viena, aunque se había trasladado de niño a Francia y luego a España; provenía de una familia adinerada que no aceptaba su modo de vivir. Tenía 33 años y necesitaba que la gente recordara la fecha de su cumpleaños. Vivía entre Barcelona, París y Australia. Bebía bastante, le gustaba Bauhaus y no soportaba las sandalias ni ir a la playa.
Cuando amaneció, estábamos ambos borrachos, hablando sin parar. Se oía el ir y venir del mar. Me preguntó si tenía sueño; le dije que no. Temí que él sí, pero no. Me propuso bajar, me dio unas gafas negras parecidas a las que él llevaba, y salimos. Caminamos sin rumbo fijo; ninguno de los dos preguntó al otro qué quería hacer, solo íbamos. Hablábamos y estábamos juntos de una forma muy natural; creo que era porque compartíamos el sueño de vivir creando belleza y ambos podíamos ver lo bella que era incluso la muerte.
Cogimos el metro hacia el parque del laberinto. Melancton era un gran observador, buscaba siempre nuevas formas de vida y muerte. Inspeccionó minuciosamente entre el musgo y los rosales. Me estiré un rato sobre el césped, al lado de un rosal de flores escarlata. Creo que debí quedarme dormida, porque cuando abrí los ojos, tenía una rosa a mi lado, sellada con un beso en la mejilla. Me desperecé. Con un abrazo, me levantó y salimos del parque. Deambulamos durante horas, observando y haciendo observar al otro: las sombras góticas en el suelo, la cara picassiana de un anciano, la curva de ese cuerpo, la forma de una mancha en el banco de piedra, el efecto de unos zapatos abandonados, colocados en medio de una calle…
Entré en una cafetería y pedí dos cafés solos para llevar. Él estaba fuera, fumando en la sombra, mirando hacia el suelo. Lo miré y me pregunté en qué pensaría; parecía absorto.
—¿Te gustaría venir a casa a pintar? —me preguntó mientras le ofrecía el vaso.
Ninguno de los dos quería que aquello terminara, y aunque sabíamos (o sabía) que en algún momento deberíamos cortar el cordón umbilical para seguir con la realidad de la vida, lo alargamos todo lo que pudimos.
En la ruta hacia su casa, paramos en un restaurante italiano. Ensalada, pasta casera y vino tinto. Pocas palabras. Ambos concentrados en la comida. Café y limoncello. Salimos con una alegría rojiza bañada por el sol hacia su apartamento. Al llegar, yo necesitaba agua, y él, su dosis, que me permitió inyectarle nuevamente.
Fumamos un cigarrillo en silencio y luego me dio una bata para que me cambiara. Salí de la habitación al comedor y él ya estaba en la sala, con el foco negro encendido. Había puesto un óleo de unos sesenta por noventa centímetros sobre el caballete. De ese momento surgió Elogio en negro, así lo titulamos. Un cuadro espontáneo en negro, blanco y carmín. Abstracto, claro. Lo pintamos básicamente con el cuerpo; todo empezó con los dedos de las manos. Fue toda una experiencia pintar iluminados con luz negra.
No hablamos de la obra más que para decidir el título al final. Después nos pusimos a dormir, agotados y abrazados.
El sol entraba ya a través de sus ventanas. Dormimos más de diez horas seguidas. No quería irme. Él no quería que lo dejara. Pero tuve que hacerlo, como tantas otras veces.
Cuando estábamos juntos, era como vivir en una burbuja hasta que yo la pinchaba de nuevo para volver a la realidad. Él no podía comprender por qué me iba; yo no sabía cómo hacerle entender que debía hacerlo. Todas mis justificaciones: el trabajo, el dinero, la casa… le parecían banalidades absurdas. Yo le decía que su manera de enfocar nuestra vida era pura fantasía. Esto era lo único que provocaba discusiones entre nosotros. No soportábamos el dolor punzante que provocaba la aguijada en nuestro espacio.
Luego se trasladó a París. No le acompañé. Nuestro contacto se redujo a escasas y cada vez menos palabras.
Todo esto fue hace ya algún tiempo; sin embargo, a menudo todavía me pregunto qué habría ocurrido si no me hubiera ido.
Te pienso.
Tus palabras, repelentes; pero es que observar la tendencia que tienes a dramatizarlo todo, es ciertamente repugnante, en términos generales.
ResponderEliminar¿Es que no hay nadie de entre tus colegas -¿tienes seguidores!- que sea capaz de hacerte ver las cosas claras con respecto a tu "literatura"?
Un consejo: trueca tus amigos por enemigos fértiles, que te muestren, fustiguen la inmensa vacuidad de tus escritos: solo así tendrás la oportunidad de apelar al arte (escrito) sin faltarle asimismo al respeto.
Eso o dedícate en exclusiva al lienzo: no malgastes tu soberbia con la fatuidad de tus frases altaneras. (Con óleos y acuarelas es más complicado envanecer al mundo de las ideas).
Si quieres escribir, deberías aprender primero: en un contexto temporal, no existe una mejora en la calidad de tus textos; no hay evolución ninguna. Renace, o desaparece.
Nota: Una respuesta como que escribes sin pretensiones, solo por placer, por comunicar o por terapia, equivaldría, con alarde de humildad, a renunciar a esta -la humildad- incuestionablemente.
Así, sin más, te cedo estas líneas para tu regocijo espiritual.
Chéjov.