El oro del rojo y el verde
Rojo: Vida versus muerte. La eternidad del instante
Era tarde de un lunes de finales de abril de 2010. El sol, tímido, se asomaba a intervalos. Estamos fuera, el aire frío nos envuelve, y en su fuerza sentimos una especie de revelación, como si algo en el viento agitara las cosas más allá de lo visible. Una terraza en la esquina nos invita a sentarnos, con una vista abierta y despejada. Desde allí vemos la Diagonal: coches aparcados, semáforos que regulan el paso constante de gente y vehículos, una pequeña franja de césped, y los raíles del tranvía, que se extienden hacia algún lugar incierto. El sol se oculta detrás de las nubes. La cerveza está fría, y descubrimos que en el Mediterráneo nada el segundo cetáceo más grande del planeta. El cigarrillo va consumiendo su corta vida.
A lo lejos, el tranvía se aproxima. Blanco, con detalles de un verde químico que parece antinatural, avanza a su propio ritmo, siguiendo el rumbo impuesto por los raíles. Su semáforo está en verde; el de los peatones, en rojo. Ambos dejamos de hablar, sumidos en la contemplación de la escena cotidiana que se despliega ante nosotros. El tranvía avanza, el semáforo sigue en verde. Es entonces cuando, de repente, una bicicleta emerge de la nada, lanzándose a la intersección, y en un instante, se estrella contra el frontal del tranvía.
El choque es inevitable. Al momento del impacto, siento que también soy arrojada de mi silla, como expulsada de mí misma. Ambos lo vimos todo, y en ese silencio irreal, quedamos incrédulos. No lloréis, en el mundo morimos como moscas*. Sin embargo, el ciclista no está muerto; algo más fuerte, instintivo, aparece y toma el control.
El conductor de la bicicleta, en ese segundo eterno, se desprende de toda racionalidad. Su cuerpo se despliega en una acrobacia inimaginable, guiado por un instinto de supervivencia que opera más allá de la mente. La bicicleta yace destrozada, expelida y siniestra, pero él se ha salvado, lanzado lejos del peligro por un acto reflejo.
Para el conductor del tranvía, en esos escasos segundos que se expanden hasta el infinito, surge una pregunta punzante: la vida y la muerte, lo efímero y la eternidad del instante, un momento fugaz que lo cambia todo. Su rutina queda quebrada, su mundo trastornado. ¿Cómo vivir con una muerte sobre mis espaldas?, se pregunta en silencio, mientras el semáforo permanece impasible, todavía en verde.
Por su parte, el ciclista, tendido en el suelo, revive su vida en un único segundo, ese breve lapso en el que se condensa toda una existencia. Antes de colisionar, piensa en detenerse, en retroceder, pero ya es tarde; el tranvía está encima de él, inmenso, ineludible. Solo queda entregarse a una fuerza desconocida, algo fuera del alcance de su voluntad consciente. Su mente queda en pausa, desplazada por un impulso primario, un reflejo que no piensa ni duda, que simplemente actúa, empujado por una voluntad inexplicable. Quizá, de haberlo pensado, no se hubiera salvado. Pero fue el instinto, innato y soberano, quien ganó la carrera contra su mente, y quien finalmente lo salvó.
Verde: Pájaro versus gato. La lucha.
Esta mañana, un pájaro ha entrado en casa por la sala del comedor. Eran las nueve en punto. Todos habíamos desayunado, y yo me disponía a escribir. Era un pájaro hermoso, de un marrón casi negro, tres veces el tamaño de un gorrión, esbelto y ágil. Margot, la gata que comparte nuestra vida aquí, lo atrapó con un salto y comenzó la lucha. Lo tenía en el suelo, inmovilizado; el pájaro, que al principio se resistía, dejó de moverse. Por un momento pensé que había muerto, pero no: el pájaro fingía. Margot retrocedió unos centímetros, atenta, lista para lanzarse de nuevo, y, cuando el pájaro no percibió su presencia y creyó estar a salvo (¿tendrán conciencia del tiempo?), se movió. Margot, preparada, volvió a atraparlo. La lucha y el forcejeo recomenzaron. Esta vez, pensé que estaba muerto de verdad. Estaba tirado en el suelo, rígido, boca abajo, con una de sus alas —la izquierda— extendida en exceso. A su lado, una mancha de vómito verde sucio yacía como una mácula amarga, extinguida.
Me preguntaba ya si debía enterrarlo (no lloréis, en el mundo morimos como moscas)*, cuando el pájaro demostró que aún estaba vivo. Era otra de sus tácticas astutas, el agudo instinto de supervivencia.
Finalmente, el pájaro logró liberarse y comenzó a volar por la casa en un vuelo bajo y rápido (el espacio aquí es limitado). Margot brincaba tras él, obsesionada, sus grandes ojos verdes casi fuera de órbita. El pájaro se golpeaba una y otra vez contra las paredes, buscando una salida, hasta que, de repente, encontró el camino. Con una precisión desesperada, apuntó y salió disparado, veloz, por la misma ventana por la que había entrado.
Oro: Crisis versus renacimiento. El instinto de supervivencia.
Ambas historias revelan un instinto inherente en el ser humano y los animales: sobrevivir. Ambas se complementan y muestran que los conflictos, los peligros, los trances, los ahogos… cualquier tipo de crisis, sin importar su forma, son senderos hacia el renacer.
Las crisis suelen marcar un cambio crucial y, a la vez, necesario para nuestras vidas, que ya no serán las mismas, que saldrán de ellas con nuevas herramientas. Aunque duros, ásperos, dolientes y agotadores, estos procesos son inevitables, pues el acomodamiento, la rutina, el no ver el peligro que corremos, el automatismo, la negación de uno mismo —entre otros— también existen, y a veces solo un golpe puede despertar en nosotros la necesidad de volver a la vida.
Estas historias nos enseñan cuánto podemos aprender desde el shock y el miedo, y que hay una voluntad esencial en la vida, un reflejo de salir de nuevo a la superficie. Salir tras haber permanecido en las profundidades que más tememos, tras un instante que pareció eterno; ver la luz, sentirnos vivos y respirar. Respirar y captar ese aire que nos faltó en la lucha; salir y sentir la fuerza de la vida en nuestras entrañas otra vez. Salir, disparados y veloces, y notar cómo circula dentro de nosotros, bombeada por el corazón, la sangre; santa sangre, oro líquido.
*Tristan Corbière, "Carta de México".
laik it ¡¡
ResponderEliminarVeo un Oro Púrpura,
ResponderEliminarcon unos ojos de Vida Pura