De Marc para Carlota (Dónde quiera que estés)

Mi querida Carlota, sigues aquí… todavía. Siento miedo.
Intenté comunicarme contigo. ¿Te lo han dicho, verdad? Estás hermosa, tan bonita como siempre. Te he anhelado tanto estos últimos días…

Llegué a Londres en la fecha prevista, aunque supe desde el inicio que ese viaje estaba destinado al fracaso. Mi secretaria había reservado un billete con dos escalas, dejándome apenas dos horas para llegar a la reunión. Aterricé con retraso, y, para colmo, mi equipaje se había extraviado. Los grandes jefes no esperan más de diez minutos; yo llegué dos horas tarde y sin mis cosas. La recepcionista me informó, sin inmutarse, que la presentación se aplazó al día siguiente, como ya intuía. Salí y me adentré en el frío gris londinense. "A ti te habría encantado." Me imaginaba en la habitación del hotel, contigo en la cama de hierro forjado, bailando sobre el colchón en ese camisón de puntilla blanca que adorabas. Intenté hablar contigo, pero no pude. ¿Me crees, verdad?

Llamé a la oficina, enfurecido, para informar a mi secretaria del desastre y pedirle que avisara a Javier. Luego bajé a cenar. Pedí lo que creí que habrías elegido tú, y acompañé la comida con tu vino favorito. Al regresar a la habitación, marqué tu número de nuevo, pero nadie me decía cómo encontrarte.

A la mañana siguiente llegó mi equipaje. Me vestí y fui a la presentación. Resultó un desastre. No lograba concentrarme, y de esos treinta pares de ojos que me observaban (algunos tranquilos, otros altivos), uno en especial me perturbaba: un hombre, de unos cuarenta años, miraba con un aire impenetrable, provocando en mí una inquietud indescriptible. Durante toda la exposición, sus ojos se cruzaron con los míos, obligándome a justificarme, a explicarme en silencio. ¡Cómo necesitaba que estuvieras en esa puerta al salir!

Salí sin respuestas; nos darían una contestación en dos días, cuando yo ya debía estar en Australia. Llamé a Javier, desesperado. Me dijo que eran cosas del oficio, pero en realidad, era una gran putada. Necesitábamos ese contrato; la agencia no estaba en su mejor momento, y habíamos invertido tanto en ese proyecto. Aún así, Javier tenía razón, desesperándome no lograría nada.

Volé a Australia, con la esperanza de que mi obra llegara casi al mismo tiempo que yo. Al aterrizar, telefoneé para asegurarme de que la pieza estaba en camino. El miedo volvió, Carlota. ¿Y si se perdía o llegaba rota? Después de tanto esfuerzo, ¿qué sería de mí? Finalmente llegó, intacta. La desenvolví con cuidado, respiré aliviado, y volví a llamarte sin respuesta. Me di un baño y salí a pasear en el frío. Te imaginaba pidiéndome que nos resguardáramos en algún bar para tomar vino caliente, con tus manos frías buscando las mías.

Vi un collar en el escaparate de una tienda. Ven, déjame que te lo ponga. Sabía que era para ti. Después de comprarlo, fui a un bar que podrías haber escogido tú; un sitio elegante, barroco, aunque no recargado. Pedí dos vinos mientras te escribía una carta que, tal vez, nunca recibirás. Al final, me reuní con el secretario de la exposición, atendiendo sin escuchar, deseando que estuvieras ahí.

Regresé al hotel, puse música clásica, me encendí un cigarrillo y, sobre la mesa con ruedas, encendí el Mac para repasar una vez más mi presentación: sólidos, cristales, el juego de luz en su interior, las formas… Me serví un coñac y, en ese instante, sonó el teléfono. Salté a responder, esperando que fueras tú.

—Con el señor Marcus.
—Yo mismo—. Sentí mi corazón desbocado, sin razón aparente.
—Buenas tardes, señor, le llamo de la agencia de chóferes. ¿A qué hora debemos recogerle mañana?
—Ah… Sí, claro. A las 8:30.
—De acuerdo. Un buen día, señor.
—Gracias, igualmente.

Di otro sorbo a mi coñac y pensé en llamarte de nuevo. Me resistí. Volví al Mac, repasé toda la presentación una última vez, y, cuando eran apenas las 20:30, decidí no revisar ningún correo de Londres o de Javier. No quería sorpresas. Me dejé caer en la cama con la ropa puesta. ¿Por qué no contestas mis llamadas? Empecé a pensar que quizá algo te había pasado. Pero no, no podía ser, a ti no te podría suceder nada malo. Me levanté, me desvestí pensando en tus manos recorriéndome, y me quedé dormido imaginando tu piel.

Desperté antes de que sonara el teléfono de recepción. Hoy era el gran día. Carlota, cuánto me hubiera gustado que estuvieras aquí, viéndome en mi momento de gloria. La sala estaba llena, importante, y yo, con mi gran obra al fin terminada, en el centro de la atención.

Pero la voz de Marc se cortó. Tras el eco de un chirrido, una puerta se abrió detrás de él, dejando ver su espalda encorvada y atada.

En realidad, lo que había era una sala cuadrada de paredes blancas y desoladas, una mesa redondeada y dos sillas. En una estaba Marc, inmovilizado, en la otra… el vacío. Su monólogo cesó, y la irrealidad se desmoronó.

—Marc, se acabó la hora de visita.
—No, todavía no. Aún tengo que contarle a Carlota cómo fue la presentación. Y quiero pedirle que se case conmigo… ¡Ni siquiera le he dado el anillo!
—Puedes seguir en otro momento, Marc, es hora de cenar.
—¡Todavía no, te digo! Esto es importante, ¿entiendes? ¡Déjame, sólo un momento más!
—Marc, por favor, no te resistas— la enfermera, curtida, avanzó hacia él. —Ya sabes que si vienen los chicos, no podrás verla en unos días. Vámonos, será mejor así.

Levantándose lentamente, ella lo guió hacia la puerta.

—¡No!— gritó Marc, desesperado— ¡Carlota! ¡Quiero estar con Carlota! ¡Bruja, déjame con ella!

Comentarios