Monstruos
El segundo monstruo jamás se mostró ante mis ojos, pero su presencia era más tangible. Azul, Gwen y yo estábamos en una fábrica abandonada, las paredes grises parecían cargar el peso de siglos de sufrimiento. Afuera, la oscuridad densa y opresiva nos acechaba. Un corte transversal apareció de repente en mi brazo izquierdo, justo debajo del deltoides, tan abrupto que apenas pude procesarlo. Nos detuvimos. Azul, siempre firme, dijo que era momento de actuar.
En una pequeña sala cuadrada el silencio se mezclaba con el eco de nuestros jadeos. Gwen me pasó una botella de vodka. Azul encontró una aguja grande, hilada con un hilo oscuro y metálico. Sentí su mirada, cargada de intensidad. "Bebe", dijo, y obedecí. El calor del alcohol abrasaba mi garganta, se expandía dentro de mí, llenando mis venas con fuego. "Bebe", repitió. Otro trago, más profundo esta vez.
Azul comenzó a coser mi brazo. Ahora sí, el dolor llegó con furia. Lo sentí penetrar cada fibra de mi ser, pero me obligué a soportarlo. La botella en mi mano era mi ancla, y la apretaba con toda la fuerza que me quedaba. El hilo pasaba lentamente a través de mi piel, una y otra vez, cada puntada se sentía eterna. A pesar del dolor, me mantenía inmóvil. Azul seguía concentrada, sus manos temblaban ligeramente, pero no se detenía.
El único sonido en la habitación era el roce del hilo al pasar por la carne. Era un susurro inquietante que nos envolvía en un aire de desesperación compartida. Finalmente, el hilo terminó. Miré mi brazo, cosido con un patrón cuidadoso, las tramas de un tejido nuevo sobre la carne. Azul tomó la botella y bebió profundamente. Nuestras miradas se cruzaron, cargadas de una comprensión silenciosa. En ese momento, nos abrazamos las tres, un gesto que rompió el hielo del miedo que nos rodeaba.
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